Tú - [#intimidaddelosviernes]


Nunca pensé que volvería a verte y ahí estás, en la puerta de mi despacho, irradiando esa sexualidad a la que no me puedo resistir. Tú lo sabes, yo lo sé, y sin embargo no lo decimos en voz alta ni lo expresamos mediante gestos o palabras. Basta con que tú me mires con esa media sonrisa para que yo comience a arder y tú reaccionas a mi calor ampliando esa expresión de suficiencia. Es un infinito que nunca acaba.
—Estás muy guapa —me dices, antes de entrar e inundar la habitación con tu presencia.
Caminas con la confianza del que lo tiene todo bajo control, con la soberbia de un guerrero que está seguro de su fuerza y habilidad. Sabes que eres culpable de tus delitos, que aunque no son graves, siguen siendo delitos. Te metes en problemas porque los buscas y luego vienes a verme para que te lo solucione. No me has demostrado todavía tu intención de cambiar de conducta, sin embargo, te has vuelto más honrado con el tiempo, lo que dice mucho en tu favor.
Pero sigues siendo un canalla conmigo. Y sabes que eso es lo que me gusta. Explotas esa cualidad, me la ofreces y yo no puedo decirte que no.
Y tú tampoco puedes decirme que no. Así que estamos en igualdad de condiciones.
—¿En qué lío te has metido ahora? —pregunto, intentando aparentar una fría profesionalidad que no siento.
Te veo llegar hasta mi mesa. A medida que te aproximas, mi temperatura sube, mi respiración se acelera y mi corazón bombea con tanta fuerza que dejó de escuchar cualquier ruido durante unos segundos. Me cuesta incluso escuchar lo que me estás diciendo.
—En ninguno, nena. Te lo prometo.
Te pones la mano en el pecho y otra vez me sobreviene un ataque de calor. Imagino lo que hay debajo de tu camiseta, pero dejas poco a la inventiva porque la llevas tan ceñida que se te marca cada músculo. Es como si no llevaras nada, excepto que la tela cubre los tatuajes y cicatrices que me encanta recorrer con los dedos y con la boca.
Me cruzo de piernas para sobrellevar la conversación con dignidad. Mi cuerpo reacciona al tuyo de manera absurda y escandalosa, se humedece y palpita por ti como si hiciera meses que no siente a un hombre. Hace apenas una semana que viniste a verme y me pusiste contra una pared. Todavía te siento. Todavía me duele. Aprieto los labios al recordarlo. Me da vergüenza admitir, con la cabeza fría, que te deseo como no deseo a otro hombre; con la cabeza caliente solo quiero que me asfixies con el calor que desprende tu cuerpo y me llenes hasta dejarme sin respiración. Pongo todo de mi parte para no mirar más abajo de tu cintura, pero tu aspecto no ayuda: llevas unos pantalones que marcan con claridad aquello que mi cuerpo quiere de ti.
—¿Acaso has venido a verme porque me echas de menos?
Lanzas un gruñido divertido y se me encoge el vientre. Me encanta cuando haces eso, cuando gruñes, murmuras, protestas o lanzas algún sonido salvaje con la garganta. Apenas llevas aquí cinco minutos y voy a necesitar un cambio de ropa interior. Suerte que siempre llevo de repuesto en el bolso, por tu culpa no puedo salir de casa sin provisiones, tienes la irritante, e irresistible, tendencia a aparecer por sorpresa.
—Pues sí —contestas, con las manos en los bolsillos y la barbilla levantada.
Me fijo en que te ha crecido la barba desde la última vez que nos vimos. A decir verdad, tu aspecto se ha vuelto más cuidado. Siempre has olido de maravilla, siempre has tenido un aspecto salvaje, siempre has sido el hombre con el que una chica como yo ha soñado. No eres ese estúpido arrogante que se ocupa más de sus cejas que por mi placer, ni eres el educado que pregunta a cada rato si voy bien; haces lo que tienes que hacer con sobrecogedora precisión, midiendo los tiempos como si llevases toda una vida estudiando mi cuerpo y mi mente.
Sabes lo que quiero y no entiendo cómo, porque apenas hemos hablado en profundidad.
—Seguro que sí —respondo con cinismo. No sé a dónde vamos con esto y, de verdad, no me importa. No pareces de los que le interese un compromiso y me preocupa que nuestra esencia se pierda si decides tomártelo más en serio.
—Me he mudado a un apartamento mejor —dices, rodeando la mesa.
Me agarro al brazo del sillón ejecutivo hasta clavar las uñas en el cuero y levanto la mirada hacia a ti. Ni siquiera puedo respirar, me molesta la ropa, me aprieta el sujetador, la camisa se me pega a la espalda cuando empiezo a sudar.
—¿Y qué?
—Joder, ¿no es lo que querías que hiciera? —respondes. Apoyas el trasero en el borde, te cruzas de brazos y me miras desde las alturas.
Ahora mismo solo quiero morder cada pedazo de ti, cada centímetro de esa piel dura que hay debajo. Chuparte entero. Se me seca la garganta solo de pensarlo y tengo que tragar. Percibes el movimiento de mi garganta y se te mueve un músculo de la cara.
Finjo ignorar tu reacción.
—Fue una recomendación. Igual que la de encontrar un trabajo estable y todo eso. Si quieres reinsertarte en la sociedad, tienes que cumplir con las normas, ya lo sabes.
—A ti no te gusta que cumpla con las normas —susurras.
Se me enciende la cara. Lo noto, me arden las mejillas, el cuello y el pecho.
—Mi labor consiste en que seas un buen ciudadano.
—Tampoco te gusta que sea un buen ciudadano.
Desvías los ojos hacia mis pechos. Me indigna que me mires así tanto como deseo que lo hagas, porque me gusta que lo hagas.
Carraspeo con fuerza para centrar todos mis esfuerzos en sacarte de mi despacho, pero antes de hablar, te veo sacar un papel del bolsillo que me pones delante de los ojos. Está doblado, así que no puedo leer nada.
—Esta es la dirección. Te espero allí dentro de una hora.
—¿Por qué razón?
—Tienes que asegurarte de que soy un hombre ejemplar. Es lo que siempre dices. Estudia a los vecinos, comprueba la zona, llama a quien tengas que llamar para corroborar que el apartamento está a mi nombre y que no te estoy engañando. Haz lo que quieras. En una hora, ven a verlo por misma.
Metes el papel por la abertura de mi escote y lo introduces hasta el interior de una de las copas del sujetador. El calor de tus dedos lo atraviesa todo y me pongo en tensión; estoy a punto de gemir cuando me rozas el pezón con el borde del papel.
Sin añadir nada más, te vas y me dejas con estas ganas.
Tardo unos minutos en recomponerme. Cuando mi cabeza empieza a funcionar de manera correcta, saco el papel y compruebo todo lo que has dicho. Media hora más tarde me he asegurado de que esa casa que has alquilado es legal, que es un buen sitio y que no hay ningún delincuente por la zona. Todo parece en orden. Tan en orden que me hace sospechar. Miro el reloj, todavía no ha terminado mi turno y tampoco es mi hora de comer, pero tampoco tengo que inventar ninguna excusa para ir a verte: sigo siendo tu supervisora y debo asegurarme de que estás haciendo lo correcto.
De camino hacia allí me pregunto si piensas traicionar mi confianza de algún modo para librarte del sistema. Sería muy fácil porque he cometido el terrible error de liarme contigo a pesar de que las normas lo prohíben. Así que no me queda más remedio que fiarme de tu palabra y de ese sentido del honor que aseguras tener.
El edificio está bien conservado y la zona es buena. Es un tercer piso con ascensor, hay diez apartamentos en cada planta y por lo que veo todo tiene buen aspecto. Antes de llamar a tu puerta, dudo.
¿Qué piensas hacerme?
¿Me invitarás a ver la casa o me desnudarás antes de haber cruzado el umbral?
Cierro los ojos y mantengo mi actitud profesional. Estoy comprobando que cumples con las normas, nada más. Ahora estoy trabajando, no estoy aquí por placer.
Cuando abres la puerta, me trago la lengua. No llevas la camiseta, así que te veo los tatuajes y se me van los ojos hacia tus bien formados hombros y tus deliciosos pectorales.
Estoy enferma de un modo que no puedo admitir. Enferma por ti, por tu cuerpo, por tu ser y por lo que me haces cuando estamos frente a frente, piel contra piel.
—¿Qué te parece? —preguntas, sonriendo.
—¿Cómo has dado con este sitio?
—Llevo semanas pateándome el barrio, preguntando y buscando. ¿Te gusta?
—Es un buen sitio.
—¿Estás dudando de mi capacidad para ser honrado?
—Lo cierto es que sí.
Aceptas mis palabras con un gruñido que me derrite.
—Supongo que me lo merezco.
En tus ojos se cruza algo que he visto pocas veces: dolor. Y, dado que tratas de ocultarlo con una sonrisa, sé que se trata de una emoción sincera. Por eso, cuando me miras de frente adoptando una expresión más seria, solo se me ocurre pedirte perdón por haberte ofendido.
Es entonces cuando se desata el caos y la tensión se rompe. Me agarras por detrás de la cabeza para atraerme hacia ti y besarme. Choco contra el muro de músculos que forma tu torso y los nervios me juegan una mala pasada, porque se me cae el bolso y no sé dónde poner las manos. Encuentro un lugar donde aferrarme, entre los mechones de tu pelo, y te devuelvo el beso con todas las ganas que llevo conteniendo desde que nos hemos visto.
Sé que lo que hacemos está mal, pero ni tú ni yo vamos a saber ponerle remedio. Quiero que estés dentro de mí tanto como tú quieres estarlo, porque cuando te abres camino por mi interior, ni yo me siento tan sola ni tú te sientes tan vacío como me has dicho muchas veces que te sientes.
Me arrancas la ropa. Oigo que la tela se rasga, esa muestra de desesperación significa que algo malo te pasa y me necesitas. No puedo decirte que no a nada. Y debería, porque de los dos, yo soy la responsable. Antes de que la tela de mi falda toque el suelo, me cargas sobre tu hombro y me llevas al interior de la vivienda. Apenas veo nada bocabajo y con el pelo sobre la cara. Mientras estoy colgada, me arrancas las bragas de un tirón y las veo aterrizar sobre una alfombra. La palmada que me das en el trasero resuena en mitad del silencio y es entonces cuando empiezo a hiperventilar, cuando mi cabeza empieza a flotar en el caos que desatas en mi mente.
No sé dónde me llevas, pero son unos segundos eternos mientras nos desplazamos. Tengo tiempo de pensar en todo lo que nos está pasando. Incluso hacia dónde estoy conduciendo mi vida y si mi trabajo es el que realmente deseo hacer.
Me tiras sobre una cama y me haces girar. Como he dicho, eres preciso y metódico, y también muy rápido. No sé dónde coño has aprendido a hacer todo lo que sabes, pero envidio a todas las mujeres que pasaron por tus manos antes que yo. Me pones bocabajo, me retienes los brazos detrás de la espalda y sin mediar palabras, me penetras.
Me quedo sin respiración. Busco el aire que me falta y cuando lo encuentro, hundo la cara en el edredón para ahogar los gritos agudos que me salen sin querer. Empiezas a moverte con esa fiereza que tanto me altera, que rompe todos mis esquemas y me hace desearte cada vez más.
Metes la mano entre mis piernas y te humedeces los dedos, acariciándome con la aspereza de tus yemas. Sucumbo a la potencia de tu pasión en cuestión de segundos y tú te detienes mientras mis músculos se cierran en torno a ti. Noto como te aprieto y me tiemblan los muslos de puro ardor, de deseo, de anhelo y de lujuria. Cuando dejo de temblar, me sujetas por la cadera para moverte de nuevo, incrementando la dureza de tus movimientos y la velocidad de tus embistes.
Me haces gritar, como de costumbre. Oigo tus gruñidos y mi cuerpo responde empapándose para darte la bienvenida hasta que noto como explotas con un ronco bramido. Mareada, noto como caes encima de mí sin dejar de mover la cadera, llevando al límite tu propio placer. Tú nunca acabas tan rápido, tienes por costumbre follarme tantas veces que pierdo hasta el dominio sobre mi persona, por lo que entiendo que algo te pasa. No tardas mucho en sacarme de dudas cuando me apartas el pelo de la cara para besarme la mejilla.
Nuestros encuentros nunca acaban con besos. Siempre son separaciones bruscas, te he cruzado la cara tantas veces que me duele la mano de tanto hacerlo. Sé que no debo responder de esa manera, pero sacas lo peor y lo mejor de mí.
Por eso, este beso hace que me ponga más tensa que de costumbre.
—Te juro que lo he intentado todo —dices, respirando sobre mi oreja—, pero no consigo pensar en otra mujer que no seas tú. Tengo un trabajo y una casa, soy honrado, y todavía dudas de mí.
—Lo siento —insisto.
Te separas de mí y tu ausencia me provoca un vacío enorme. Te miro por encima del hombro, entre los mechones de mi pelo enmarañado y veo como terminas de desnudarte del todo. Las cicatrices que te recorren, así como los tatuajes, son una muestra de tu paso por prisión. Quiero besarlas para que lo olvides, pero no sé si puedo confiar en ti. Todo este tiempo me has demostrado que eres honorable, pero no lo puedo evitar.
—Dime que tú tampoco piensas en otros hombres más que en mí.
—No lo hago —respondo, sentándome en el borde de la cama.
—¿Por qué?
—Porque tú lo ocupas todo.
Me agarras por el pelo para levantarme la cabeza y besarme. Yo te agarro por las piernas para devolverte el beso con la misma ferocidad que tú.
—Pues tú también lo ocupas todo, ¿lo sabías? Y quiero que ocupes esta casa conmigo —me dices mordiéndome los labios—. Quiero que ocupes tu tiempo en mí.
—¿Y tú? ¿Ocuparás tu tiempo en mí? —le digo.
—Ocuparé mi tiempo en ocupar cada centímetro de tu cuerpo —asegura.
Lo tomo como un sí, igual que él toma como un sí lo que le he dicho.
Algún día deberíamos hablar con más seriedad de todo esto en lugar de pensar tanto en sexo.
Algún día.


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10 intimidades:

  1. AY por Dior qué sofocos, chica! Con el calor que hace hoy leer esto es doblemente mortal combustión expontánea en 3,2,1!! XDD

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  2. ¡Está estupendo! Ya sabes que la intensidad y estos hombres que LO SABEN TODO, me tienen loca.
    Felicidades 😘😘😘😘😘😘

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  3. Anónimo8:28

    Ohhhh tiempo sin leerte pero como siempre me encantan tus relatos, muy erótico y sensual ;3

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  4. OMG!!!!!!!!!!! QUE ME PONE COMO UNA MOTO!! Me ha venido de lujo hija leer el relato!! me ha encantado

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  5. Por Dios, cuanto poderío tiene ese hombre!!! Ufff, me ha gustado mucho😉

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    Respuestas
    1. Tiene mucho, pero se reserva, jajaja. Gracias por leer :)

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