Pura raza - Ya a la venta


Me complace anunciar que la novela Pura raza ya está disponible en Amazon.


Se trata de la primera novela de una colección que recogerá algunas de las historias de este blog, corregidas y recopiladas en un formato más cómodo para su lectura. Todas ellas mantendrán la misma estructura en cada volumen, estarán divididas en escenas, o actos, mediante los cuales se construye la narración. Todas las escenas contienen un alto contenido erótico siempre bajo el mayor cuidado para transmitir toda la sensualidad y la pasión de los personajes, sin perder nunca la esencia que ha acompañado al blog durante todos estos años.

Pura raza es una novela erótica en seis actos. Seis capítulos repletos de pasión y erotismo para narrar un tórrido romance entre una arrogante dama y un hombre que trabaja con sus manos. A continuación os dejo la ficha de la novela y un avance del primer capítulo. 

Título: Pura raza (Cuentos íntimos nº1)
Autor: Paty C. Marín
Formato: Versión Kindle
Páginas: 140
Idioma: Español
Precio: 2,99€
ASIN: B011PN1VT4

Sinopsis
Un purasangre Darlington es símbolo de prestigio entre la nobleza. La hija mejor del conde, Leonette Darlington, sufrió un desafortunado accidente en una cacería organizada por su padre, apartándola así de su sueño de convertirse en una soberbia amazona. La tristeza la volvió caprichosa y arrogante y a medida que su compromiso con el duque Reynard se acercaba, su miedo a volver a montar la mantenía encerrada en su habitación. Hasta que Tom, el capataz de los establos y un experto domador de sementales, la ayudó a superar sus miedos.

Tom ha deseado durante años a Leonette. Ella es una doncella inalcanzable, una hembra pura raza que jamás se fijaría en alguien de baja condición. Pero ¿es posible que durante todo este tiempo Tom no se haya dado cuenta de que Leonette también se siente atraída por él?


Acto I

Tom se sentía utilizado y estúpido. Se removió en la cama durante horas, hasta que las sábanas se le pegaron a la piel. No lograba conciliar el sueño, tenía el cuerpo impregnado de una excitación que no lograba aplacar. Se revolvió, tembloroso, con la boca seca y el corazón a mil por hora, los dedos hormigueando de impaciencia por tocar piel femenina.
El recuerdo de Leonette lo asaltaba siempre durante la madrugada, torturándolo implacable desde hacía una semana. Ansiaba tocarla de nuevo, la sensación del suave y cálido cuerpo le perduraba en las manos y en la boca, apenas podía soportarlo. Cuando recordaba lo que habían hecho juntos temblaba de excitación, pero también de rabia e impotencia, y un devastador anhelo se apoderaba de él.
Necesitaba arrancarse esa sensación del cuerpo, era como una mala hierba. Por mucho que quisiera culpar a la muchacha por ser tan atrevida, él era el responsable de haberse rendido a sus instintos con Leonette. La atracción que sentía por la joven parecía estar escrita en sus genes, como si un poder ancestral lo obligase a estar pegado a ella para sobrevivir. Quería olvidarla, pero su deseo había sido muy fuerte desde principio y ahora le provocaba ansiedad durante las horas más oscuras. Había intentado poner remedio a la angustia ahogándola en alcohol durante meses, asfixiándose entre los muslos de otras mujeres, buscando con desesperación un alivio que no llegaba nunca.
La frustración había dado paso a la vergüenza y después, a la rabia. Ella no era para él, nunca sería para él, y esta certeza era lo que más desazón le causaba.
Se levantó del camastro, se puso los pantalones y salió de su habitación. Necesitaba quitarse aquella sensación de encima, aquel sabor de los labios, aquel recuerdo de la mente, aquel aroma que todavía recordaba. El cuerpo desnudo de la mujer, el sabor salado de su piel o los temblores de su sexo, todo había sido tan perfecto que cuanto más lo pensaba, más le parecía que todo había sido un sueño.
¡Qué preciosa era Leonette! ¡Qué excitante y qué dulce! Adorable. Tierna. Amor en estado puro. La sinceridad de la muchacha le había abierto un agujero en el pecho; a estas alturas era incapaz de cuestionar su generosidad, por eso una voz dentro de su cabeza insistía en que ella era diferente y que existía una posibilidad.
Tom trabajaba para el conde lord Archibald Darlington, el actual dueño de la raza de purasangres más prestigiosa del país. Durante generaciones, los Darlington habían abastecido de monturas a toda la aristocracia, poseían la escuela de equitación más prestigiosa —habían enseñado a montar a miembros de la familia real— y criaban los mejores caballos de carreras, que siempre quedaban entre los primeros puestos.
Un semental Darlington era símbolo de renombre y grandeza.
Como capataz se encargaba de la crianza de los potros, cuidaba de las hembras y domesticaba a los sementales salvajes que el hijo mayor del conde capturaba en el sur de Europa y en Oriente. Los que eran firmes y rápidos pasaban rápidamente a ser caballos de competición. Los mejores, llevaban una vida de lujos pastando por el campo y apareándose con las hembras. Los más hermosos siempre eran vendidos a los nobles y los que no servían para alguna de esas tareas eran sacrificados. El conde no mantenía ningún caballo que no fuera de utilidad.
Cuando Leonette cumplió la edad necesaria, fue Tom quién le enseñó a montar, como al resto de sus hermanos y hermanas. El primer día que la preciosa muchacha entró en los establos para elegir una montura con la que comenzar su adiestramiento, tan solo tenía seis años y un agujero en su sonrisa. Estaba llena de entusiasmo, adoraba a los animales y ellos la adoraban a ella; pronto quedó claro que sería una soberbia y elegante jinete. Deseaba participar en las carreras, era ligera y diestra, pero por su condición de mujer aquello le estaba vetado. Entonces decidió que sería una bailarina a caballo y junto a su yegua danzaría para deleite de las damas y los caballeros. Un accidente durante una cacería desterró aquellos sueños para siempre.
Tom se alejó de los establos para buscar un lugar dónde apagar el fuego que lo consumía por dentro. La niebla formaba un manto blanco y denso sobre las praderas de Crownshire, apenas podía distinguir los muros de la mansión del conde. A la derecha estaba la capilla y el panteón familiar, junto al bosque. Allí estaban enterradas todas las generaciones anteriores de los Darlington y supuso que en ese lugar se sentiría lo bastante incómodo como para olvidar el cuerpo de Leonette.
Por respeto a los difuntos, reflexionaría acerca del significado de la vida y pensaría en la muerte.
Se dirigió con paso vivo hacia la capilla, una gloriosa edificación presidida por dos ángeles, enormes estatuas de piedra ajadas por el paso del tiempo. Todo estaba en silencio, de la tierra brotaba un frío que se le metía en los huesos, la niebla invitaba a los espíritus a flotar entre las lápidas. Las hojas de los árboles estaban cargadas de rocío, el verde oscuro se mezclaba con el índigo del amanecer. Tom se estremeció. No tenía miedo de los muertos, aquel lugar transmitía tristeza y agonía. Daba escalofríos. Eso era una buena señal, cuanto más terror sintiera menos ganas tendría de pensar en Leonette. Atravesó la pequeña verja que cercaba los panteones y caminó hacia el mausoleo que servía de hogar para los difuntos Darlington.
Había alguien en el interior de la capilla. Vestida de blanco, rezando bajo el altar, estaba ella. Leonette.
Dio un paso atrás, sorprendido, y la muchacha giró la cabeza, clavando en él su profunda mirada verde bosque. Se quedó paralizado. La joven se volvió completamente hacia él y esbozó una sonrisa.
—Vengo aquí de madrugada, cuando el servicio duerme —explicó con timidez—, con la esperanza de que me veas llegar y decidas reunirte conmigo.
El vestido, como si no perteneciese a este mundo, acarició el cuerpo de la joven y acabó desparramado a sus pies como espuma de mar. Tom experimentó de nuevo una momentánea pérdida de control al contemplar su pálido y suave cuerpo desnudo como el de una yegua joven. Sus pies, sin que él lo hubiese ordenado, lo movieron al interior de la capilla. Cuando la joven se arrodilló sobre los ropajes, colocó las manos con las palmas hacia arriba sobre sus muslos desnudos. Tom recuperó el dominio sobre sus piernas y se detuvo a dos metros de ella, debatiéndose entre escapar de allí o tumbarla sobre el altar para cubrirla con su cuerpo.
—No vuelvas a pedirme que haga lo que hice —espetó nervioso—. La respuesta será no. Esa debió ser mi respuesta aquel día. Perdí el control y tú lo pagaste.
Ella agachó la cabeza y se sonrojó, aunque apenas pudo apreciarse debido a la oscuridad. La única fuente de luz provenía unas velas cerca del altar y los rayos del amanecer que entraban por las delgadas ventanas. Tras un largo silencio, Leonette respiró hondo y liberó un dulce suspiro. Tom sintió cómo la sangre se le calentaba debajo de la piel.
«¡Contrólate! Eres el único responsable de todo».
—Hoy quiero hacer algo por ti, como tú hiciste aquello por mí —confesó Leonette con suavidad.
Al recordarlo, le temblaron las rodillas. Se le secó la boca. Él siempre había tenido el pulso bien firme cuando estaba con una mujer y ahora no podía controlar los estremecimientos que lo ahogaban. Ella era otro tipo de hembra a la que estaba acostumbrado, no era una de las putas del burdel que frecuentaba, ni una chica corriente de pueblo, era lady Leonette Darlington; una joven de alta cuna, una pura raza. Y gente de su condición, un trabajador, un siervo, no podía ni siquiera soñar con tocar a alguien como ella.
Pero lo había hecho. Y si lord Darlington lo descubría, la única misericordia que recibiría Tom sería un tiro en la cabeza.
Leonette y Tom salían a pasear a caballo todos los miércoles. A ella le gustaba mucho ir de excursión, cabalgar hasta el pequeño claro en el que un arroyo había formado un precioso lago. Los Darlington se lo permitían, la joven nunca salía de sus habitaciones excepto para aquellos paseos y el aire fresco sentaba bien a su piel. Además, poco a poco recuperaba la tranquilidad cerca de los animales.
Tom, que gozaba de la confianza del conde, la acompañaba en sus paseos para cuidarla y para vigilar que no sufría un nuevo accidente. Partían temprano, con las primeras luces, con un cesto cargado de comida. Tras dos horas de camino, alcanzaban su destino y Leonette extendía sobre la hierba una mantita de cuadros que ella misma había confeccionado. Se acomodaba bien y se sentaba a leer y a tomar el té, mientras Tom pasaba las horas deambulando por el bosque, esperando para regresar.
Casi nunca hablaban de nada. Leonette había sido una niña simpática, pero tras el accidente, se volvió altiva y silenciosa. Traía de cabeza a todos y cada uno de sus criados porque nunca hablaba, se limitaba a lanzar miradas de indiferencia cuando algo no le gustaba. En aquellos paseos no había dado muestras de querer hablar con Tom, solo se sentaba allí, a mirar la superficie del lago mientras sorbía té de una taza. Luego leía, leía sin parar hasta que Tom insistía en que era la hora de volver porque estaba oscureciendo y hacía frío. Leonette siempre había contestado lo mismo: “Déjame un poco más, unas pocas páginas más. Está en lo más interesante”.
En uno de aquellos paseos, una mañana de primavera, el sol se abrió pasó entre las ramas de los árboles y un rayo incidió sobre el pelo de Leonette, transformándolo en oro puro. Tom descubrió que allí sentada ya no había una niña, sino una mujer. Una mujer muy hermosa, de piel suave como la porcelana, llena de pecas; la nariz pequeña y respingona, el rostro ovalado y la barbilla redonda, los labios gruesos y rosados. El cabello, rubio como el trigo bañado por el sol.
Semana tras semanas, miércoles a miércoles, Tom se sentaba en una roca y pasaba las horas contemplándola, descubriendo nuevas cosas de ella. La veía leer mientras sorbía el té, sonreír cuando lo que encontraba entre las páginas le resultaba gracioso, disimular una lágrima cuando se emocionaba con algún pasaje de su libro. A veces, sus miradas se cruzaban y ella se sonrojaba. Y Tom respondía a ese sonrojo como responde un hombre ante una cara bonita. Él nunca sonreía, ni siquiera cuando le dedicaba una preciosa y hermosa sonrisa llena de dientes dónde ya no tenía ese hueco en su incisivo como cuando era niña. Él solo la miraba, la miraba intensamente, porque era lo único que Tom podía hacer. Mirarla. Mirarla y soñar con acariciar su pelo.
Hasta aquel día.
Había comenzado como todos los miércoles, con la certeza de que fantasearía con Leonette mientras ella leía. No tenía fantasías carnales, le daba vergüenza pensar en ella de esa forma, la consideraba demasiado perfecta como para ponerla a la altura de alguien como él, que pagaba por obtener unas pocas caricias dada su vaga disposición a buscarse una mujer con la que comprometerse. Pero a veces no podía evitarlo y, cuando dormía, soñaba con tenerla entre sus brazos para hacerla temblar de placer.
Leonette había entrado en el establo con su traje de montar y su expresión de eterna melancolía pintada en el rostro. Se había acercado a la yegua en la que montaba siempre, una joven muy mansa de color plateado llamada Giselle, a la que había agasajado con unas fresas. Tom había cogido a la muchacha por la cintura para ayudarla a subir a la silla y después había rodeado su delgado tobillo con una mano para meter su pie en el estribo. Estos eran los únicos momentos en los que podía tocarla, y aquel día se excedió en sus funciones.
La tenía tan cerca que podía respirar el aroma del jabón que había usado durante el baño. Ese aroma podía hacer que cualquier hombre perdiera la razón, Tom perdió el juicio por completo y sin poder resistirlo, acarició el tobillo femenino con el pulgar, por encima de la gruesa bota de montar. Ella se estremeció y le miró desde arriba, con ese sonrojo que lo volvía loco, las pupilas dilatadas, los labios entreabiertos y una expresión en su rostro que era una mezcla de asombro, cautela e interés. Tom bajó la mirada.
Fingió no sentirse impulsado a desmontarla para besar aquellos labios carnosos y tocarle las mejillas sonrojadas. Rodeó a la yegua por detrás, arriesgándose a recibir una coz, para meter su otro pie en el estribo. Esta vez no la acarició. Ni siquiera volvió a mirarla y emprendieron la marcha hacia el claro envueltos en un tenso silencio.
El día era fresco y despejado. Tom estuvo incómodo la mayor parte del trayecto, no podía dejar de pensar en el destello que había visto en los ojos de Leonette, la cabeza todavía le daba vueltas. Mientras él se encargaba de que los caballos estuviesen cómodos pastando por los alrededores, Leonette sacó su manta de cuadros y la extendió sobre la hierba. Tom, por su lado, buscó la roca en la que siempre se sentaba y lanzó disimuladas miradas a la muchacha
Estuvo a punto de sufrir un paro cardíaco cuando comprendió lo que sus ojos estaban viendo. Mientras él quitaba los arneses y acomodaba a los caballos, Leonette se había desabrochado uno por uno los botones, lazos y cordones de su vestido y la prenda se había deslizado por su delgado cuerpo hasta quedar desparramada sobre la manta. Tom contempló su desnudez luchando por salir del estupor. Mantuvo la respiración tranquila. Desde dónde él estaba, por el momento, solo le veía la espalda y las preciosas nalgas. Y los exquisitos tobillos. Y sus pequeños talones.
—Tom. Ven, por favor —pidió ella quedamente, rodeándose la cintura con los brazos.
Él no se movió de dónde estaba. Si lo hacía, corría el riesgo de comenzar algo que no sabía si podría acabar. Tom no había recibido una educación como la de la nobleza. Tampoco conocía el mundo que había más allá del mar y apenas le interesaba la historia de la humanidad. Pero tenía un fuerte sentido del honor y la responsabilidad.
—Hace demasiado frío. Vístete —respondió cortante.
No tendría que haberse dejado arrastrar por un capricho. No tendría que haber permitido a su mano tocar el tobillo de Leonette. Tendría que habérsela cortado antes de haber llegado tan lejos.
—Ven aquí, Tom —insistió ella, sin mirarle, todavía de espaldas, pero con un tono que exigía obediencia.
«Lo sabe» —adivinó Tom—. «Sabe que llevas meses comiéndotela con los ojos».

0 intimidades:

Publicar un comentario

¿Qué te ha parecido esta intimidad?